sábado, 18 de octubre de 2008

Los delfines y el hombre

Permanecimos siete semanas con los Asbury y con Dolly. Nuestros buceadores observaban a Dolly bajo el agua, e intentábamos descubrir las razones que la habían impulsado a abandonar la alta mar y a sus congéneres para adoptar a esta familia de hombres. Nuestro trabajo no era fácil. No porque Dolly fuera reservada, desconfiada o estuviera molesta. ¡Al contrario! Estaba tan acostumbrada a vivir con los hombres, que nuestra presencia era para ella un pretexto para incesantes juegos. Pero su fuerza, su velocidad y su agilidad planteaban a los buceadores serios problemas. De unos cuatro o cinco años de edad. Dolly pesaba 200 kilogramos y medía 2,10 metros de longitud.


Este potente animal, movido por la mejor intención y muy acostumbrado a recuperar los objetos caídos al fondo, cogía a los hombres por las arrugas de sus trajes de buceo y los subía con autoridad a la superficie. Era inútil debatirse: Dolly era mucho más fuerte que cualquiera de nosotros. No comprendimos nunca si, al actuar de esta forma, intentaba salvar a sus amigos, que según su punto de vista corrían el peligro de ahogarse, o si se trataba de juegos, repitiendo una y otra vez un ejercicio que había aprendido con Joan o con otra persona. Su táctica se invertía en la superficie: introducía su hocico puntiagudo entre el brazo y el cuerpo del buzo, y lo arrastraba con fuerza y a toda velocidad hacia el fondo.



Como es la relacion entre los delfines y el hombre



De hecho, la historia de Dolly era muy simple. Formaba parte de los huéspedes de una base de entrenamiento de la marina americana en Key West, un pretendido «centro de investigaciones» destinado en realidad a entrenar a animales marinos para que sirvan de correo en caso de guerra. Cuando la base fue transferida a California, los domadores decidieron no llevarse a Dolly, que tenía un carácter indisciplinado e independiente. Mala recluta. Dolly no obedecía siempre la orden de depositar un objeto en un lugar elegido de antemano. Realmente depositaba el objeto en el lugar indicado, pero lo volvía a llevar después allí donde lo había cogido. Como los delfines estaban entrenados, entre otras cosas, a transportar minas hacia objetivos enemigos, la indisciplina de Dolly preocupaba con razón a los militares...



La soltaron frente a Florida, pero, acostumbrada a vivir en compañía de los hombres. Dolly se dirigió hacia la costa buscando amigos.



Aunque haya sido escogida por él mismo, la vida en semicautividad presenta varios inconvenientes para un delfín. El animal sufre, en primer lugar, la soledad. Nos pareció en seguida, a través de conductas inequívocas, y a veces bastante embarazosas, que Dolly se resentía de la necesidad imperiosa de un compañero capaz de saciar sus instintos sexuales.

Se deslizaba sobre nosotros, nos empujaba con su hocico y se pegaba a nuestros trajes (cuya consistencia le agradaba, sin lugar a dudas), aunque la forma angulosa de nuestros cuerpos la dejaba muy desconcertada. Fue aún más demostrativa con el remo de un bote que encontró un día en el agua; se acostó sobre él e intentó cabalgarlo, a la vez que lo restregaba contra su suave y lisa piel. El remo escapaba, por supuesto, a sus abrazos, y Dolly, muy nerviosa, temblaba y emitía pequeños chillidos de contrariedad. Intentamos varias veces arrastrar a Dolly hacia alta mar, suponiendo que no volvería a casa de los Asbury, al no saber encontrar su camino.



¡Pobres ingenuos! A dos o tres kilómetros del embarcadero de los Asbury, Dolly se paraba de repente y se negaba a ir más lejos.



El caso de Dolly no es un fenómeno aislado; otros delfines han preferido al hombre antes que su libertad y sus congéneres. Un célebre caso fue descrito a finales del siglo XIX. En el estrecho de Cook, que separa las dos principales islas de Nueva Zelanda, un Grampus griseus, la mayor especie de delfín, acompañó durante veinticuatro años a todos los barcos que surcaban estas aguas.

Se restregaba con la quilla de los navios o nadaba ante sus proas, saltando por encima de la superficie, como para divertir a las tripulaciones. Se hizo tan famoso, que muchos viajeros tomaban esta ruta con el único fin de verlo. Se le había bautizado Pelo-rus Jack. Rudyard Kipling y Mark Twain lo han evocado en sus relatos. También en Nueva Zelanda, en 1955, otro delfín amigo de los hombres jugó durante más de un año con los niños que se bañaban en la playa de Oponomi, que se hizo pronto famosa.

Opo, nombre con el que se bautizó al animal, jugaba con un balón, recuperaba las botellas caídas al fondo y las lanzaba por el aire; pasaba entre las piernas de los niños, los llevaba a caballo y se acercaba con agrado a los bañistas para pedirles cariño y caricias. La tripulación del Calypso se topó también con un delfín filantrópico. Un Tursiops truncatus adulto vivió algún tiempo con nuestros buceadores en las aguas de La Coruna, en España. Niña —así llamaron nuestros hombres a esta hembra— les hacía compañía durante sus inmersiones; jugaba con ellos, buscaba sus caricias y se alejaba de las manadas de delfines que atravesaban esta zona de vez en cuando.

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